viernes, 3 de octubre de 2008

Estado laico, indispensable para una democracia real, justa y participativa

Margarita Rivas
Licenciada en Fisioterapia y Terapia Ocupacional
Maestra en Educación en Salud Sexual y Reproductiva
Docente de la Facultad de Medicina

Fotografías de: http://www.catolicasporelderechoadecidir.org/

Si la aspiración en nuestra sociedad es la construcción de una convivencia democrática donde se respete el ejercicio de los derechos humanos a favor del desarrollo social y la justicia, un pilar básico es el fortalecimiento del Estado laico y su reconocimiento como valor social, especialmente cuando se trata de la enseñanza de la sexualidad y el diseño de las políticas públicas en salud sexual y reproductiva, para que éstas tengan un enfoque positivo, incluyente y libre de prejuicios.

Tal como lo señala Ana Güezmes (1), el poder abordar los temas sobre sexualidad humana en un debate público es “ampliar las posibilidades de convivencia pacífica en los espacios públicos y domésticos”.

La Laicidad del Estado debe entenderse, por “la voluntad para construir una sociedad justa, inclusiva, progresista que respete la dignidad de las personas y el ejercicio de los derechos humanos , garantizando la libertad de pensamiento y la igualdad de las personas delante de la ley sin discriminación alguna; considerando que las opciones confesionales y no confesionales pertenecen al espacio privado de cada persona” (2); en ese sentido debe cuestionarse desde todos los ámbitos y en especial desde la academia la utilización política de lo religioso así como también la intromisión de lo religioso en los asuntos del Estado y sus instituciones, es más no solo quedarse en el debate sino trascender a la promoción de una verdadera cultura laica que preserve las libertades individuales y el ejercicio pleno de la ciudadanía incluyendo los derechos sexuales y los derechos reproductivos.

En un Estado verdaderamente laico, se fomentan los valores de libertad, responsabilidad, solidaridad, respeto e igualdad, así mismo se reconoce el valor de la diversidad humana y el derecho tanto de las mayorías como el de las minorías; es efectivo el respeto a la libertad de conciencia, de pensamiento y el derecho a disentir, es decir se promueve una cultura de paz consecuente con el pluralismo como plurales y diversas somos las personas que conformamos las sociedades.

Si nos llamamos ciudadanos y ciudadanas y estamos conscientes de lo que significa el ejercicio de nuestra ciudadanía es nuestro deber y responsabilidad recordar permanentemente tanto a las y los funcionarios públicos, a las instituciones públicas, a las jerarquías de las iglesias, que el interés público es el interés en el bienestar de todas las personas sean estas religiosas o no religiosas, creyentes o no creyentes, mujeres u hombres, de todas las edades y estratos sociales, especialmente aquellos cuyas condiciones económicas son las más precarias.

En otras palabras, reconocer y defender que los derechos humanos pertenecen a las personas por el simple hecho de serlo y no dependen de que ellas profesen religión alguna. En consecuencia, la actuación del Estado y sus instituciones debe mantenerse independiente de cualquier influencia religiosa así como también el Estado y sus instituciones deben respetar a las instituciones religiosas y a la libertad de culto de las personas.

La democracia no es posible si no se respeta la laicidad del Estado. Esto se traduce en una práctica en la cual los dirigentes del Estado, la clase política, los funcionarios públicos, las políticas públicas y demás estructuras no deben regirse por dogmas o fundamentalismos basados en ellos sino que por el contrario, las decisiones en materia de salud, educación, economía, justicia y demás deben ser tomadas con apoyo en estadísticas reales, en investigaciones de la realidad que viven las personas porque estas decisiones afectan a todas y todos los ciudadanos independientemente de los credos religiosos o filosofías de vida.

De acuerdo con los datos proporcionados por FESAL en los años 2002-2003, el 40% de las mujeres embarazadas entre 15 y 24 años de edad refieren que su embarazo no fue deseado; una cuarta parte de los partos atendidos intrahospitalariamente corresponden a adolescentes entre 10 y 19 años de edad; la tasa de mortalidad materna se mantiene como una de las mayores en Latinoamérica, y se sigue dando en los estratos socioeconómicos bajos, en mujeres amas de casa, con niveles escolares bajos y procedentes del área rural por causas relacionadas a hemorragias e hipertensión (3).

Estos datos, sin tomar en cuenta otros como la violencia sexual, son evidencia clara de la necesidad de que la educación sexual inicie desde muy temprano y obedezca a una política clara y laica que permita la formación de valores para el ejercicio responsable de la sexualidad desde una perspectiva de derechos con enfoque positivo, incluyente, con información clara y sin ambigüedades, libre de miedos, prejuicios, culpas y mitos. Se debe procurar incluso que esta educación sexual sea un factor de protección que permita desde la infancia el conocimiento suficiente para la prevención de abusos, incluyendo aquellos que se dan dentro de la propia familia o en espacios de protección como deberían ser la escuela y las iglesias.

Una educación sexual debe permitir a las y los jóvenes, tener las herramientas necesarias para tomar sus propias decisiones, previniendo los embarazos tempranos que aumentan la brecha de inequidades entre hombres y mujeres, previniendo la transmisión de infecciones de transmisión sexual y entre ellas la del VIH. Una educación sexual tampoco debe basarse en la lógica de las prohibiciones, del control, del estigma y la discriminación que ha comprobado no ser la mejor vía para el abordaje, pues la problemática prevalece. La política de educación sexual es pues una política laica de responsabilidad del Estado.

Los datos también evidencia la necesidad de una política de salud laica, que permita proteger el ejercicio de los derechos sexuales y los derechos reproductivos de las personas especialmente de las mujeres y procurar la conciencia clara de estos. Debe ser reconocida y defendida por el Estado la universalidad de estos derechos como derechos humanos que son, y así los reconocen las Conferencias Internacionales de Naciones Unidas de las cuales también El Salvador ha formado parte.

El Estado y sus instituciones deben defender frente a cualquier ingerencia basada en dogmas o fundamentalismos, todos aquellos derechos que permitan la autodeterminación sexual y reproductiva de las personas, que defiendan el derecho a vivir una vida sexual libre de coerción, violencia, y discriminación, así como todos aquellos derechos que permitan el acceso a la atención con calidad en todo lo que respecta a la salud sexual y reproductiva.

Es condenable en una sociedad que construye democracia, la utilización de lo religioso para gozar de prerrogativas políticas; las personas que conforman las iglesias tienen también el derecho a disentir y a pensar libremente, no pueden reducirse o cosificarse a número de votantes, visión que atenta sobre su propia dignidad. Tampoco las iglesias pueden arrogarse el derecho de aprobar o reprobar políticas públicas y menos aún si estas son en los ámbitos de la salud, la educación y la justicia.

Las y los funcionarios públicos son servidores de la ciudadanía en general independientemente de los credos que profesen, por lo consiguiente, en el ejercicio de su mandato público, deben conducirse con una práctica laica de respeto a las mayorías y a las minorías sin distinción de credos o filosofías de vida.

Referencias
(1) Güezmes, Ana (asesora en Advocacy del Fondo de Población de Naciones Unidas). México: Estado laico, sociedad laica, un debate pendiente. UNPFA.
(2) Red Iberoamericana por las Libertades Laicas, 2008. http://www.libertadeslaicas.org.mx [Fecha de consulta: septiembre de 2008]
(3) Situación de los Derechos Sexuales y Reproductivos en El Salvador. San Salvador: Alianza por la Salud Sexual y Reproductiva de El Salvador, 2008.

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